No existe nada como la experiencia de ver hasta cinco películas en un día, haciendo colas de hasta dos horas para cada una de ellas, comiendo cualquier cosa mientras se corre de una sala a otra o estando de pie en la fila, para encima llegar a casa todos los días después de la medianoche a tratar de escribir algo coherente. Todo esto para levantarse a las 6:30am al otro día, y empezar de nuevo otra vez.
Y ese esquema es para nosotros los mortales, porque si se agrega a eso la cantidad de fiestas fastuosas en yates y eventos paralelos a los que son invitados algunos pocos, el día se hace más corto aún para hacer todo lo que se quiere.
El que se queje de eso…bueno, que siga quejándose porque no es nada fácil. Es un maratón, y los primeros desmayados ya están empezando a verse en el camino. Se les ve en las proyecciones de las 8:30am en la siguiente situación: cabeceo–dormida profunda–ronquidos–despertarse rápidamente y actuar como que se estuvo despierto todo el tiempo. Asumo también por los olores mareadores en las proyecciones que salieron tan rápido que nos les dio tiempo de bañarse, pero ese es otro tema.
En este día vi tres películas: una es la peor que he visto de todas las selecciones, otra es un documental espléndido, y otra un ejercicio de género que me entusiasmó muchísimo –
Death March [Adolfo Alix, 2013] – Sección Un Certain Regard
Una de mis filosofías al ver una película es que, no importa lo desastrosa que sea, tengo que verla hasta el final. Sin haber visto hasta el último fotograma, no hay base para hablar de ella. Así de simple.
Como dijo Almodóvar en Los Abrazos Rotos [aunque en un contexto diferente], las películas hay que terminarlas.
Con Death March puse esta regla autoimpuesta más a prueba que nunca, porque a los 15 minutos ya estaba agonizando de muerte en mi butaca. Otros asistentes a la proyección evidentemente no tienen mi paciencia, porque al término de una escena en la que un capitán norteamericano dice desesperadamente a uno de sus soldados que tiene que defecar, procede a hacerlo [con efectos de sonido incluidos], y el soldado impávido replica que “es preferible ese olor al olor de la muerte”, el éxodo masivo empezó de inmediato.
Ambientada utilizando espacios cerrados, con decorados y efectos de sonido intencionalmente artificiales, el director filipino Adolfo Alix recrea con asombrosa torpeza y amplias dosis de hilaridad no-intencional los horrores perpetrados por los invasores del Imperio de Japón a soldados filipinos y norteamericanos durante la infame Marcha de la Muerte. Y lo hace con el nivel de excelencia de una velada teatral de bachillerato.
Buscando ostensiblemente retratar el efecto desorientador de la guerra, Alix se apoya en recursos como simbología cargada de una obviedad que provoca risas [ángeles vestidos de blanco], escenas reiterativas, efectos de sonido exasperantes, pasajes de cámara lenta interminables y actuaciones de telenovela. Todo lo anterior no creo que fuera su intención, pero así le quedó con todo y buenas intenciones.
No comprendo cómo experimentos de una mediocridad e ineptitud de este calibre pueden pasar el riguroso colador de un festival como este, mientras otras películas de valor muy superior son relegadas a secciones paralelas.
Vergonzosa.
The Missing Picture/L’Image Manquante [Rithy Panh, 2013] – Sección Un Certain Regard
Rithy Panh ha dedicado su carrera como documentalista a denunciar los horrores poco discutidos [y poco representados en el cine] cometidos por el Khmer Rouge en Camboya durante su cruel régimen de cinco años.
Lo que comenzó como la supuesta ejecución más pura de los mandatos de Marx, como suele suceder terminó desvirtuándose y convirtiéndose en una de las dictaduras más terribles del siglo XX – prohibiendo las artes y el pensamiento libre, desapareciendo a los intelectuales, separando familias, y enviado a la población al campo a realizar trabajos forzados.
Panh y su familia conocieron en carne propia estos horrores - sus padres y hermanas no sobrevivieron la hambruna y las condiciones infrahumanas de vida y trabajo, por lo que mantener este tema vigente en la opinión pública se ha convertido en una tarea de vida para Panh. Esto, porque las heridas de este proceso están aún tan frescas, que es un tema que hasta los propios Camboyanos se resisten a discutir abiertamente.
La limitación de material audiovisual de apoyo [mayormente de propaganda del propio Khmer Rouge] y la ausencia de víctimas que sirvan como testigos de los hechos, hacen que Panh utilice un recurso que de entrada podría parecer un gimmick tramposo – crear dioramas con figuras de barro que representan cada uno de los hechos que van narrándose. Es una derivación interesante del estilo utilizado por Alan Resnais en Night and Fog para retratar otra tragedia histórica. La narración alterna entre remembranzas familiares personales, datos históricos, y punzantes críticas al régimen.
El color y la vivacidad de las figuras de barro y su ambientación crean un contraste interesante con el material propagandístico en blanco y negro, que en comparación resulta estudiado e irreal, como en efecto lo fue. A pesar de tratarse de figuras inmóviles, Pahn logra casi hacerlas cobrar vida con su agudo sentido de geografía y la forma en la que coloca y mueve su cámara.
Es un documento autobiográfico singular en honor a su familia. Poético por instantes. Su propósito es recrear un imagen perdida de su país, llenar las lagunas históricas de hechos que no se conocen o se ha elegido olvidar, retratar una imagen obviada del material propagandístico del régimen que debe crearse de cero, porque simplemente no existe.
Como dijo el propio Pahn en la conferencia de prensa, su afán no es encontrar esa imagen, sino mostrar el difícil proceso de buscarla.
Un proceso, agrego yo, que solo el cine es capaz de capturar en toda su dimensión. El resultado es igual de desgarrador que revelador.
Magnífica.
Blue Ruin [Jeremy Saulnier, 2013] – Sección Quinzaine des Réalisateurs
El propósito principal de la Quinzaine des Réalisateurs este año es el de enfocar la atención al cine de género, y Blue Ruin es un ejemplo excepcional de la necesidad de dar su justo valor al género, y dejar de considerar ese cine como menor.
La venganza es uno de esos temas que por antonomasia se prestan para el cine. El proceso de planear, poner en marcha y ejecutar una venganza son situaciones por definición ideales para explotarse extensivamente de manera visual, y así se hecho desde el principio mismo del cine.
Blue Ruin, segundo largometraje de Jeremy Saulnier, es una especie de respuesta disruptiva a las convenciones del género, uno cuyas reglas y códigos están tan enraizados en la consciencia de la cultura popular, que es bienvenido cuando llega una película a violarlos casi todos. Este es otro proyecto que se apoyó exitosamente de la creciente tendencia de utilizar a Kickstarter como herramienta de financiamiento.
Imaginen a la persona peor equipada para cometer una venganza violenta, las situaciones en las que caería por su ineptitud, por su poca capacidad física, y por lo absurdo de su plan. Ese justamente es Dwight, que al enterarse de que el hombre que asesinó a sus padres acaba de salir libre, regresa a su natal Virginia a cobrar justicia por mano propia. Armado de su inteligencia y de que aparentemente no tiene ningún otro propósito en la vida, su plan va saliéndosele de las manos con cada nueva torpeza que comete. Afortunadamente, la mirada de Saulnier no es de burla ni de condescendencia hacia su protagonista, manteniendo el foco en su tenacidad de llevar a término lo que se ha convertido en un asunto de orgullo y compromiso familiar.
La venganza es un tema tan íntimamente ligado, tan crucial al western, el género más netamente norteamericano que existe, que exactamente eso es lo que ha hecho Jeremy Saulnier, escrito-dirigido-fotografiado un western gótico ambientado en el sur profundo. La ubicación de la película tiene una lectura adicional además del hecho de que el director quería ambientarla en su ciudad natal. Este es un lugar donde la cultura de la tenencia de armas es preponderante, y Saulnier aprovecha para hacer observaciones muy puntuales sobre ese tema.
Saulnier tiene un control total del tono y ritmo de su relato, revelando paulatinamente los hechos que llevaron a estos personajes a donde se encuentran ahora, y en el que paralelo a la violencia, hay un sentido del humor macabro muy bien manejado.
El otro día hablaba de que la película de 80-90 minutos era un arte perdido. Esta es ejemplo superior de que no lo está del todo.